viernes, 10 de agosto de 2012

Sábado por la tarde...



Gorrioncito qué melancolía, en tus ojos muere el día ya...
Excusa si la culpa ha sido mía, si no puedo retenerte más...
A dónde fueron mis amores que surcaban mares que cruzaban vívidos,
volando que los vence el llanto, malheridos ya...
No te marches, te ruego...

Gorrioncito qué melancolía, pues sin tus caprichos yo que haré,
pero cada cosa que fue tuya con el alma rota buscaré...
A dónde fueron esos tiempos que soñaba el viento, que cruzaban vívidos, 
gritando contra el cielo no me dejes solo, no...
No te marches, no te marches...

Pero finalmente te marchaste, con billete de ida, y sin opción a mirar atrás. Y los que nos quedamos, cada 10 de agosto, cada 26 de enero, aquellos días que nos sentimos más triste, esos otros que quisiéramos compartir nuestra alegría contigo, básicamente cada día, nos acordamos de ti.
Feliz cumpleaños mamá, porque hoy serían 45, y aunque no estés entre nosotros en cuerpo, quiero seguir celebrando contigo, en alma, el milagro de la vida, y tu particular lucha por quedarte en ella... 

Quiero felicitarte por enseñarnos a vivir y a sobrevivir, por darnos el ejemplo de la superación más allá de las dificultades. Me encantaría poder decirte, aunque seguro que lo sabes, lo inmensamente orgullosa que estoy de ti, de cómo nos educaste, de los lazos que has dejado tendidos en casa para que nosotros los recogiéramos y los estrecháramos una vez faltaras tú. Quiero darte las gracias por el cariño recibido por vosotros, por papá y por ti, por el hogar que os encargasteis de construir y llenar de amor, contra todo pronóstico, una vez más, salvando mil dificultades, la primera de todas vuestra juventud. 

Son ya cuatro los cumpleaños que ya no cumples, las tarjetas de felicitación que ya no recibes pero que de una manera u otra termino por escribir. Sin embargo nunca dejaré de recordar en un día como hoy cuánto te echo de menos, y la falta que me haces en cada paso que doy en mi vida. Del mismo modo te recordaré cuando sea yo la que sume años a mi vida, porque aunque invisible, siempre seguirá vivo aquel cordón umbilical que cortaron hace casi 27 años... te quiero mamá.










miércoles, 21 de marzo de 2012

Cosas sencillas que cuestan la vida...

El orgullo es un gran peso que muchos llevan arrastrando toda su vida y que, no en pocas ocasiones, les aleja de los que más quieren. Es un mal que priva de admitir los errores, así como de pedir perdón por el daño causado, ya que normalmente suele ser error de los orgullosos el cometer daños morales. De cualquier modo, ninguno estamos a salvo de caer en el que podría ser considerado el octavo pecado capital pudiendo sumarse, dada su gravedad; a la envidia, la pereza, la gula, la lujuria, la avaricia, la ira y la soberbia. De hecho, podríamos considerar al orgullo como sinónimo del último pecado citado.

El orgullo nos ciega, nos oprime y nos impide tocar tierra. Nos llena los pulmones y el estómago de aire y subimos como un globo por encima de los demás, queremos llevar la razón a toda costa y hay personas tan astutas que son capaces de cambiar la situación, mostrándose teatralmente indignados ante la falta de consideración de la otra parte para con sus argumentos. Es en este punto cuando el orgulloso se vuelve víctima, dejando de ser verdugo; jugando con los sentimientos de la persona a la que tienen enfrente, logrando que ésta se sienta mal por lo sucedido, tendiendo una trampa y sacando de la manga una estratagema con la que llevarse el gato al agua.

A veces, desgraciadamente demasiadas veces, cuesta la vida afrontar el hecho de que estamos siendo altivos y engreídos, cerrando el paso a las críticas que de vez en cuando, no siempre, nos llegan de manera constructiva. Estos juicios normalmente vendrán de las personas que nos quieren, de aquellos a los que siempre tendremos ahí para lo bueno y para lo malo, de esa gente que nos tiene en cuenta aunque a veces en nuestro egoísmo nos olvidemos de ellos, de esas personas que desinteresadamente nos tienden su mano como apoyo, de aquellos quienes nos han perdonado incluso antes de que dijéramos 'lo siento'.

Pero disculparse no es fácil para aquellos que prefieren tragar lodo antes que su propio orgullo. Buscar justificaciones es sencillo, pero asumir la propia culpa y arrepentirse en voz alta, incluso a sabiendas de que no llevábamos razón, ya son palabras mayores. Porque decir 'lo siento' es algo muy fácil pero que a veces cuesta una vida expresar; y de lo que no somos conscientes cuando sacamos a pasear nuestra soberbia es de que con cada brazo que torcemos a alguien le toca bajarse del pedestal de la altanería en beneficio nuestro. Deberíamos ser conscientes de que más de una vez también nos tocará a nosotros... ¿o no?